sábado, 11 de febrero de 2012

Pan, nueces y miel

El sol había salido ya, batiendo sombras y afilando sierras, desvelando su perfil parecido a una mujer a la que hubieran tapado con una sábana. La meseta caía del Sistema Ibérico en una prolongada rampa escalonada en sucesivos páramos tendidos. Cuando el todocamino alcanzó la cúspide plana de uno de ellos, el frío golpeó como un mazo. Parecía que no hubiera bajado a las vegas durante la noche. El escalón del páramo era la frontera del frío. Allá arriba todo estaba blanco, intensamente escarchado, como congelado en el tiempo. Un desierto de hielo.

Al comenzar a andar, se notaba que hacía frío de verdad, frío castellano, seco y mordiente. Más de diez grados se alejaban del cero. Las orejas ardían, las manos quemaban, la frente se tensaba. Una brisa cristalina penetraba como una daga de hielo por cualquier resquicio de la ropa. La quietud y el silencio del campo acentuaban las sensaciones. El suelo crujía, congelado. Las hierbas se quebraban. Era el amanecer frío y azul propio de un auténtico invierno.



Acompañado de mi amigo cánido, había partido de un pequeño pueblo rojo y tomado enseguida la vereda del río que pasaba junto a él. Poco después las suaves laderas comenzaron a levantarse y luego a enriscarse formando una vistosa hoz de piedra caliza, anaranjada y gris.

El frío hacía mantener el paso constante, y al cabo de poco más de una hora de recio andar apareció una huerta. A unos quinientos metros se veía ya un pueblo. Más bien, un cogollo de tejadillos del que sobresalía un pequeño campanario. Tras la huerta, cruzaba el seco arroyo un coqueto puente, diminuto, casi de cuento de hadas, para continuar el camino hasta la misma villa.



Era la primera parada. Nos acogimos a sagrado descansando a la puerta de la iglesia, donde daba aquel sol tempranero que no calentaba nada. Después, recorrimos las calles. A la salida del pueblo había un cartel que decía que tenía veinte habitantes. Pero allí no había nadie. No había ni un solo coche, no salía humo de ninguna chimenea. Eso sí, ladraba un perro.

La tranquilidad era tal que, una vez volvimos a bajar al río a recuperar el sendero, un zorro carbonero salió de entre las últimas casas del pueblo, y unos pocos metros adelante se levantaron tres corzos. Aquello era un asentamiento humano, pero como si no. Siguiendo el arroyo un corto rato, tanto los altos riscos y farallones como el bosque de ribera adquirían enseguida aspecto solitario y salvaje.



Hasta aquel villorrio silencioso habían sido unos siete kilómetros de camino. Quedaban otros tantos hasta el siguiente pueblo, durante los cuales el arroyo serpenteaba entre cortados cada vez más altos y espectaculares y los árboles formaban un bosque. Aquello en primavera ha de ser un auténtico vergel. En pleno invierno, las únicas hojas que quedaban verdes en el fondo de la hoz eran de la hiedra que cubría los árboles. La homogeneidad del bosque invernal hacía parecer que todo era igual, pero la variedad era infinita: descubría tilos, avellanos, alisos, fresnos y arces, leyendo los troncos o el suelo tapizado de hojas.

El cañón comenzó a abrirse poco a poco y aparecieron algunas taínas, las antiguas casas de los pastores, herencia del pasado celtíbero. Las muestras de arquitectura popular resguardaban al pastor y al rebaño de las condiciones meteorológicas adversas. Aquellos eternos nómadas recorrían la naturaleza equipados únicamente con su zurrón, el bastón y acompañados de su fiel perro. Yo tenía el perro, pero había cambiado el zurrón por una mochila y el garrote por la cámara de fotos.

La senda creció hasta convertirse en carril y entró en otro pueblo, éste edificado dentro de la hoz, bajo los riscos, en lugar de la disposición habitual en un alto o en una ladera: los habitantes primigenios buscaron acceso más rápido a las antaño fértiles huertas de los remansos a la salida del cañón. La aldea era diminuta, un par de hileras de casas dispuestas a lo largo de la calle principal. Diminuta y solitaria.

Mientras contemplaba las casas y el puente de 1939 que saltaba el arroyo, una voz temblorosa llamó a mis espaldas. Qué haces, ¡viendo lo feo que es esto, eh!. Era un rudo saludo, pero un saludo a fin de cuentas. Tal modo de expresarse sería malinterpretado por las generaciones actuales, pero es el estilo seco y directo propio de Castilla, que no esconde realmente dureza alguna, sino que es, como la propia tierra, áspero pero acogedor.

Era un hombre viejo, vestido con cazadora vaquera, pantalón azul de trabajo, gorro y unas raídas zapatillas blancas. Unos atavíos variopintos, descuidados. Sonreí y contesté que para nada era un pueblo feo, sino que era muy bello, con sus casitas amarillas bien dispuestas a los lados del arroyo y bajo los altos cortados sobrevolados por buitres. Comenté el adobe que quedaba aún en algunas casas y me interesé por el palomar. Pregunté que por dónde caían la iglesia y la fuente. Aquel hombre, que tal vez esperaba charlar con un turista, también sonrió al encontrar un verdadero interés por el pueblo.

Le temblaban mucho la voz y el cuerpo, afectados por la mezquina enfermedad. En ocasiones se agarraba las manos. Me contó que había visto pasar ya ochenta y tres inviernos. Nació en el pueblo, donde a los trece años se fue con su padre a aprender a labrar el campo, a lo que se dedicó hasta que, alcanzada la treintena, emigró a la ciudad para trabajar en la construcción. Al jubilarse regresó a la aldea que le vio nacer, en la que ha residido hasta ahora, hasta que ya no me pueda valer y me tenga que ir a una residencia, si me da la pensión.

Aquí vivimos yo, uno más que vive en esa casa, y el alcalde. En verano venía más gente, pero tampoco mucha. Los tres habitantes del pueblo compran pan de hogaza dos días por semana, que les lleva un panadero desde otro pueblo más grande, y llenan la despensa otros dos días en que se acerca, desde otra villa, un repartidor que trae de todo. El médico se pasa una vez cada siete días.


Las cosas ya no eran como antes. El arroyo bajaba muy seco. Ya no llueve ni nieva, la tierra está seca, me decía con su voz temblorosa. Miraba a la poca agua con pena. Antes esto iba siempre lleno, y había siempre cuatro molinos funcionando. El cambio en la naturaleza de las cosas parecía a sus ojos algo evidente, muy claro: no una nostalgia del pasado rural, sino un cambio real. El pan que hacían aquí antes las mujeres eso sí que era pan. De pequeño comíamos las tostadas, con nueces y miel, que dejaba eso un sabor bien bueno. Para aquel anciano el pan de ahora no valía nada. Los nogales dan pocas y malas nueces, y ya no queda allí nadie que haga miel. Las cosas, en efecto, ya no son como antes.

Conversamos casi una hora. En un momento se arrancó con un Ven, a ti que te gusta ver cosas y comenzó a trepar por uno de los riscos. Llegó hasta detrás de una casa, deslizándose tras la pared. Aparecimos junto al caz de uno de los molinos, que desembocaba en un hondo pozo. Una mínima cascadilla caía entonces, nada que ver en efecto con la fuerza de un agua que antaño lograba mantener en perpetuo funcionamiento cuatro molinos.



Me enseñó otro puentecillo, las casas más viejas, la casona que le vio nacer y me contó la historia de un palomar encajonado en lo alto de una de las paredes rocosas. Me conmovió en extremo la tranquilidad y amabilidad de aquel hombre, contento sin duda de haber encontrado a alguien joven interesado en cómo era la vida antes en un pueblo donde ahora sólo quedan tres ancianos y donde en diez años no vivirá nadie.

Volvimos a tomar el sol en el puente y seguimos charlando, hasta que el hombre regresó a su casa. Silbé al perro para que dejara de molestar en la cocina del alcalde, me despedí de mi inesperado interlocutor y volví al camino; tenía que desandar los trece kilómetros que había hecho por la mañana y llegar hasta donde había dejado el coche antes de que cayera la oscuridad. Mientras salía del pueblo, caí en la cuenta de que no le había preguntado a aquel amable anciano cómo se llamaba. Aunque, al fin y al cabo, él tampoco se había interesado por mi nombre. Puede que hubiera sido un mutuo error, o tal vez no. Tal vez ambos lleváramos dentro esa rudeza castellana, esa cálida frialdad propia de un mundo que ya no existe. De ser así, sin duda es algo de lo que sentirse honrado.