miércoles, 12 de octubre de 2011

Arterias de la vieja Castilla

Cantaba algún gallo, pero destacaban sobre todo los ladridos de varios perros atados en una finca cercana. El amanecer era pálido sobre las colinas blancas y bermejas de la paramera soriana. Las casas del pueblo, acorde con el entorno, estaban construidas con calizas níveas o estucadas en colores arcilla y garbanzo. En algunas de las pocas callejuelas había grandes troncos en el suelo junto a las fachadas, para sentarse a la fresca.

Dejé la villa en dirección norte, entre álamos y cortados, entre casas de labor derruidas levantadas antaño con piedra roja. El perro, ese amigo que lo da todo sin pedir nada, me seguía animado por salir al campo y a la vez quejoso por estar en un lugar desconocido. Recorríamos una senda entre dos pueblos castellanos, que corría estrecha y clara por el fondo de un hermoso cañón en forma de prolongada uve. Un sendero de orígenes prerromanos, como demuestran los abundantes yacimientos celtíberos de la región. Era un privilegio poder andarla en soledad, sintiendo bajo los pies tan larga historia en medio de tan grandiosa naturaleza.


Castilla es tierra de muchos paisajes. Bosques caducifolios, grandes pinares, montañas nevadas, cañones interminables, encinares, selvas fluviales, frías estepas... Castilla guarda en su seno entornos similares a aquellos en los que se proyectó en otros continentes. ¿Qué mejor escuela que la propia tierra? Allá, allende el océano, había desiertos. Pero también aquí. 

El entorno no podía definirse sino como árido. Una aridez producto del extremo clima continental, con fuertes calores estivales y mordientes fríos invernales, en la que también ha jugado importante papel el uso que el hombre ha dado a estas soledades. Los cortados eran blancos y las empinadas laderas grises, peladas y espinosas, tapizadas tan sólo por tomillos y mejoranas que parecían un manto de ceniza. Al fondo de la hoz, el arroyo corría cantarín y cangrejero, a pesar de los cuatro meses sin llover. Junto a él, el sendero serpeaba entre deslumbrantes juncos y eneas. Había pocos árboles, un par de encinas y contados quejigos. Un verdadero desierto, donde el arroyo era el oasis.



Los buitres montaban guardia en esta tremenda soledad, estirando sus cuellos desde las peñas, o trazando círculos en el aire. Siempre son grata y espectacular compañía de camino. Siguiendo los claros pero excesivos brochazos blanquirrojos del GR por el imperdible sendero, volvieron a aparecer algunos álamos y entre ellos nogales: el nogal, ese inconfundible indicador de la cercanía de pequeñas aldeas en las sierras ibéricas.

Tras tres horas de camino, sobre el cortado del cañón apareció, sorprendente, el corto campanario de una pequeña iglesia románica. Deja huella caminar por una naturaleza tan solitaria y encontrar de repente la silueta de un pueblo. Así, antes de llegar al villorrio, saltaba sobre el arroyo un puente medieval. Iglesia y puente, tan habitual pareja arquitectónica que sobrevive desde el medievo. Pero este coqueto lugar, en medio del desierto, no se conforma únicamente con ese patrimonio.

En este pueblo castellano, de cuyo nombre no quiero acordarme, destaca brutalmente el contraste extremo entre pasado y presente, entre cénit y olvido. Antaño zona de paso, de campañas de Reconquista y de razías de Almanzor, de políticas de los Reyes Católicos, fue más tarde cabeza de una mancomunidad de veinte villas.

De aquella época, además de las dos iglesias vecinas, queda un magnífico castillo, inexpugnable y que se desmorona sin remedio. Con sus torres y sus murallas, su barbacana y su torre del homenaje esparcidas por el suelo. Desde el otero de la fortaleza, se dominan amplias tierras y altos páramos. Abajo, el pequeño caserío, del color de la madre tierra en la que se asienta.



Una villa que impresionaba profundamente. Más que una gran ciudad cuajada de maravillas. No sólo por su aislamiento y soledad en un entorno de apariencia tan hostil, sino por el injusto olvido, más doloroso aún al pasear por el pueblo y ver el abundante patrimonio de un esplendente pasado. En su hermosa iglesia  de San Pedro casi podían imaginarse las democráticas reuniones de vecinos frente a su pórtico, vigilados por las figuras de los capiteles de las columnas, donde se representaron centauros, dragones y lances a muerte entre moros y cristianos. Más arriba, bustos de monstruos, jabalíes y lobos a modo de gárgolas.

Iglesias, picota, castillo, cárcel, puente, muralla… Patrimonio impresionante para un pueblo diminuto ya apenas poblado, pero con infinita impronta histórica, que quedará vacío en unos pocos años. Terminará por integrarse en el paisaje del desierto como las viejas casas pastoriles, como las ruinas de los castros celtíberos o como un miliarium romano.




Ahora únicamente viven aquí de continuo diez habitantes. La calle principal de la villa, donde hasta las casas deshabitadas son bellas en su sobriedad, desemboca en una cuidada plaza castellana con su picota, de estilo plateresco y seria estampa judicial. A su lado se levanta una pequeña cárcel antigua, de base cuadrada y bonita factura. Una de las casillas de la calle mantiene sobre el dintel de la puerta un letrero que reza "Bar". No deja de ser heroico que un pueblo de diez almas tenga bar.

Como en el poblado en el que había comenzado la andadura, troncos junto a los muros invitaban a sentarse a resguardo del sol. Buen lugar para beber agua de la fuente y reponer fuerzas con manzanas y queso de oveja. Observaba a un anciano que paseaba con un sombrero de paja y un libro, a dos señoras locuaces que alabaron el descanso a la sombra y a otro par de habitantes que arreglaba una pared. Olía a guiso. Me despedí con la mano. El regreso, otras tres horas bajo el intenso calor provocado por el sol que caía a plomo, iba a ser duro por la ausencia de sombra. El astro rey caminaba justo sobre el cañón. Fue una auténtica travesía por el desierto.


En lugares como éstos, se toma consciencia que de la herencia de la vieja Castilla ya no se acuerda nadie. Vertebradora del primer Estado Moderno y de la primera nación de Europa, plataforma de un Imperio y de una cultura transatlántica. Pocas regiones hay en el mundo que puedan alardear de semejante historia. Se siente una nostalgia enorme al ver que de esa vieja Castilla que nos parió a todos, rebosante de arte y cultura, no quedan sino retazos de recuerdos; mientras, en esta España desmemoriada e ignorante, taifas sonrojantes sin apenas historia balcanizan y ridiculizan al país entero con sus desvaríos. Un pueblo que ignora su pasado no tiene futuro, porque no se valora a sí mismo.

Ortega decía que "Castilla hizo a España y la deshizo". Sánchez Albornoz, que "Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla". Acertados puntos de vista para una región sin igual, una verdadera comunidad histórica. Sin embargo, tal vez lo más apropiado para estos absurdos tiempos que corren sea decir que "de la vieja Castilla ya no se acuerda nadie".